La imagen que la posteridad conserva de la corte de Enrique VIII está marcada de manera indeleble por la obra de Hans Holbein, cuyas pinturas han definido la percepción visual de los protagonistas de aquel turbulento periodo.
Más allá del célebre retrato del monarca, en el que Holbein lo presenta con una presencia imponente y despiadada, el artista también plasmó a figuras como Tomás Moro, cuya apariencia ascética oculta una naturaleza severa, y a Tomás Cromwell, retratado con una mirada astuta y un incipiente doble mentón. Holbein extendió su pincel a las esposas del rey: desde el dibujo de Ana Bolena, de trazo deliberadamente ambiguo, hasta la imagen casi beatífica de Juana Seymour, fallecida tras dar a luz al heredero, y la representación idealizada de Ana de Cleves.

El retrato de Ana de Cleves, en particular, desencadenó un incidente diplomático en 1539. Enrique VIII envió a Holbein a los Países Bajos para evaluar la belleza de Ana antes de comprometerse con el matrimonio.
El rey, confiando en la imagen que el pintor le presentó, aceptó la unión sin haber visto a la joven en persona. Sin embargo, al encontrarse finalmente con ella en la costa de Kent, Enrique se sintió profundamente decepcionado, pues Ana “no era ni remotamente tan hermosa como se había dicho”.
El matrimonio se disolvió tras solo seis meses, un episodio que la historiadora del arte Elizabeth Goldring califica como una “debacle” en su reciente biografía Holbein: Renaissance Master, la primera de carácter académico en más de un siglo.

Goldring subraya que este error fue excepcional en la carrera del pintor, cuyas obras solían impresionar a sus contemporáneos por su asombroso realismo. Aunque hoy resulta imposible juzgar la fidelidad exacta de estos retratos, su vitalidad es innegable: las figuras de Holbein parecen a punto de parpadear o de tender la mano al espectador.
Entre los primeros encargos destacados de Holbein figuran los retratos del humanista neerlandés Erasmo de Róterdam, realizados en 1523 durante la estancia de ambos en Basilea. El rostro del erudito, surcado por profundas arrugas, transmite tanto rigor intelectual como una humanidad benévola, sin perder su individualidad, acentuada por una boca amplia y unos ojos hundidos.

El retrato, que hoy se exhibe en la National Gallery, incluye una inscripción en latín atribuida a Erasmo, que alude con ironía a la audacia juvenil del artista: “Soy Johannes Holbein, a quien es más fácil denigrar que igualar”.
Fue precisamente Erasmo quien facilitó la llegada de Holbein a Inglaterra en 1526, recomendándolo mediante una carta a su amigo Tomás Moro. Este, en pleno ascenso hacia el cargo de lord canciller, encargó de inmediato una serie de retratos. Holbein captó en Moro una mezcla de devoción religiosa y severidad, anticipando la crueldad que se insinuaba en su expresión.
Moro, ferviente opositor al divorcio de Enrique VIII y al matrimonio con Ana Bolena, fue retratado en una obra que hoy se conserva en la Frick Collection de Nueva York. Según la tradición, la propia Ana Bolena, irritada por la imagen de su adversario, habría arrancado el cuadro de la pared y lo arrojó al suelo, lo que explicaría las dos grandes grietas verticales que aún presenta.

Tras estos retratos, Holbein se dedicó a pintar a la numerosa familia de Moro, representándola como el modelo de un hogar cristiano próspero. En el lienzo predominan las figuras femeninas: las hijas y pupilas de Moro aparecen absortas en la lectura de libros de oraciones, mientras Alice, la segunda esposa, luce un crucifijo ostentoso. Esta atmósfera de devoción contrasta de manera radical con la obra que Holbein realizó al regresar a Basilea al año siguiente.
En el “Retrato de la familia del artista”, Elsbeth Holbein aparece con los ojos enrojecidos y un aire extenuado, acompañada de sus dos hijos. Abandonada en Basilea, Elsbeth asumió el papel de madre soltera y supervisora del taller mientras su esposo alcanzaba la fama en Inglaterra, y su cansancio y resentimiento resultan evidentes en la pintura.
La biografía de Holbein, según Goldring, se caracteriza por una cronología compleja y a menudo opaca, aunque la autora logra mantener la coherencia narrativa sin pretender una certeza absoluta. Tras su breve regreso a Basilea, convertida en escenario de conflictos religiosos donde los activistas protestantes destruían símbolos católicos, Holbein volvió de forma definitiva a la corte de Enrique VIII, dejando a Elsbeth a su suerte. En Londres, el pintor inició una nueva relación y tuvo otros dos hijos, lo que agravó aún más la situación de su familia en Suiza.

El retorno a Inglaterra no garantizaba la seguridad política. Tomás Moro sería ejecutado por negarse a reconocer a Enrique como cabeza de la nueva Iglesia de Inglaterra. Holbein, sin embargo, demostró una notable capacidad de adaptación, alejándose de su antiguo protector y acercándose a figuras emergentes como Tomás Cromwell y la reina Ana Bolena.
Para la coronación de Ana en 1533, Holbein diseñó un arco triunfal de cartón piedra pintado para simular mármol, una muestra de su versatilidad como artista renacentista. No fue hasta cinco años después cuando obtuvo el ansiado puesto de “Pintor del Rey” y un salario oficial, tras realizar una serie de murales monumentales para el Palacio de Whitehall. En este contexto surgió la icónica imagen de Enrique VIII, reconocida mundialmente en la actualidad.
El retrato de Enrique VIII de 1540, obra de Holbein, muestra al monarca con el pecho ancho, hombros acolchados y una descomunal bragueta, transmitiendo una imagen de poder y agresividad. Según una fuente posterior, la presencia de este Enrique de Whitehall resultaba abrumadora, lo que respondía al propósito de la obra, ya que el rey real se encontraba en un estado físico precario. Un accidente en un torneo le había provocado intensos dolores de cabeza y una pierna infectada cuyo olor era perceptible a distancia, lo que suscitaba compasión.

Resulta paradójico que Holbein, capaz de plasmar con crudeza la decadencia física, alcanzara tal maestría en la representación de la vitalidad humana. Quince años antes, había pintado “El cuerpo de Cristo muerto en la tumba”, una imagen de tamaño natural que muestra el cadáver de Jesús en pleno proceso de descomposición: la boca y los ojos abiertos, la piel verdosa y los dedos rígidos por el rigor mortis.
Más de cuatro siglos después, Fiódor Dostoievski quedó tan impresionado por la obra que su esposa temió que le provocara una crisis epiléptica y lo apartó del cuadro. La pintura llegó a convertirse en un elemento central de la novela “El idiota” (1869).
En la introducción de su libro, Goldring expresa cierta cautela a la hora de definir su obra como una biografía, reflejando el recelo académico ante la tendencia a interpretar las obras de arte como simples anécdotas biográficas.






































































