Vivimos en una época saturada de estímulos. Todo compite por nuestra atención: pantallas, notificaciones, titulares, videos cortos, audios que se reproducen sin terminar el anterior. Oímos mucho, pero escuchamos poco. En este contexto, pocas herramientas culturales entrenan mejor la capacidad de escuchar de verdad como la música clásica.
No se trata de nostalgia, ni de defender un canon “superior”. Tampoco de oponerla a la música popular o urbana, que cumple otras funciones culturales y emocionales igualmente válidas. Se trata de algo más sencillo y, a la vez, más profundo: la música clásica educa la sensibilidad, entrena la atención y desarrolla una forma de escucha que hoy escasea.
Escuchar una sinfonía no es un acto pasivo. No funciona como una playlist de fondo ni como un algoritmo que decide por nosotros. Exige tiempo, paciencia, concentración y una disposición poco habitual en la cultura del scroll. En ese sentido, escuchar música clásica se parece más a ver una película de autor sin mirar el celular, a seguir un partido completo entendiendo sus tiempos muertos, o a leer un libro sin interrupciones. Es un ejercicio de presencia.
Una de las primeras cosas que sorprende a quien asiste por primera vez a un concierto sinfónico es el silencio. Ese silencio previo, casi incómodo, que antecede al primer acorde. No es un silencio vacío: es un espacio de atención compartida. Nadie habla, nadie se mueve, nadie adelanta nada. Todos esperan.
Ese gesto, aparentemente simple, ya es educativo. En un mundo que premia la inmediatez, la música clásica nos obliga a aceptar que no todo ocurre al instante. Beethoven no revela su idea principal en diez segundos; Mahler puede tardar varios minutos en construir una atmósfera; Bach desarrolla su lógica interna como un arquitecto que no se salta ningún pilar.
Escuchar estas obras entrena la paciencia cognitiva. Nos enseña a seguir procesos largos, a identificar transformaciones, a reconocer cuándo una idea vuelve modificada. Es, en términos culturales, una forma de alfabetización emocional.
Uno de los grandes malentendidos sobre la música clásica es creer que “no emociona” porque no golpea de forma instantánea. Pero la emoción que propone es distinta: no irrumpe, se construye.
Pensemos en la Séptima Sinfonía de Beethoven. Su famoso Allegretto no busca el impacto inmediato. Avanza como una respiración colectiva, con un pulso constante que va sumando capas. El oyente aprende, casi sin darse cuenta, a seguir esa progresión. La emoción llega, pero llega porque hemos acompañado el camino.
Y eso tiene consecuencias fuera de la sala de conciertos: quien aprende a escuchar música compleja, aprende también a escuchar al otro.
Conciertos en vivo: una experiencia irreemplazable
En la era del streaming, donde todo está disponible al instante, el concierto en vivo se vuelve casi un acto contracultural. Y, sin embargo, pocas experiencias son tan formativas como sentarse frente a una orquesta y observar cómo cien personas respiran, entran y salen del sonido de manera coordinada.
Ver una orquesta en acción es una lección de convivencia: nadie sobresale por encima del conjunto, cada sección cumple una función específica, y el resultado solo existe si hay escucha mutua. No es casual que muchos jóvenes músicos describan su primera experiencia orquestal como un cambio de perspectiva vital.
Incluso para el público no especializado, el concierto en vivo enseña algo esencial: la música no es solo consumo, es experiencia compartida.
Niños, jóvenes y formación de sensibilidad
Numerosos estudios educativos coinciden en algo que la práctica musical conoce desde hace siglos: la exposición temprana a la música compleja mejora la capacidad de concentración, la memoria y la regulación emocional en niños y jóvenes. Pero más allá de los datos, hay una experiencia concreta.
Un niño que escucha una fuga de Bach aprende, sin saberlo, a seguir varias voces al mismo tiempo. Un adolescente que asiste a una sinfonía de Mahler descubre que una emoción puede ser contradictoria, cambiante, extensa. Un joven músico que toca en una orquesta aprende disciplina, escucha y responsabilidad colectiva.
En República Dominicana, los programas de educación musical y la labor de instituciones como el Conservatorio Nacional de Música, la Fundación Sinfonía, Amigos del Teatro Nacional o El Sistema Punta Cana han demostrado que no existe una barrera cultural real: existe, más bien, una barrera de acceso. Cuando el acceso se abre, la respuesta aparece.
En ese sentido, el periodismo cultural, aunque no sea protagonista de esta historia, debe cumplir un rol silencioso pero crucial: traducir, mediar, contextualizar. No se trata de “explicar” la música desde arriba, sino de invitar a escuchar más y mejor. De ofrecer claves, no dogmas.
Cuando los medios abren espacios para la música clásica sin condescendencia ni elitismo, ayudan a formar sensibilidad colectiva. Y esa sensibilidad, aunque no siempre se note de inmediato, termina influyendo en la forma en que una sociedad dialoga, debate y convive.
