Londres es niebla. En la historia y en la literatura, una búsqueda rápida por internet muestra que la mayoría de los escritores que han dejado palabras sobre la niebla son ingleses. “La niebla es la metáfora perfecta de la mente humana: nebulosa, compleja y llena de misterios”, escribió Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes. “En la niebla, las fronteras entre la realidad y la fantasía se difuminan, convirtiendo cada momento en una aventura hacia lo desconocido”, escribió Bram Stoker, el autor de “Drácula”, que no era inglés, pero sí irlandés. “La niebla lleva consigo el misterio del mundo, suavizando los bordes y revelando la maravilla interior”, dijo Virginia Woolf. También las escabrosas calles de Whitechapel estaban cubiertas de niebla cuando cometió sus crímenes Jack, el Destripador. Es que niebla y Londres han sido históricamente sinónimos, pero no solo literarios sino de muerte.
Mucho menos poéticos estuvieron los líderes británicos cuando, entre el 5 y el 9 de diciembre de 1952, una niebla mortal se cernió sobre Londres y dejó, en esos días y los siguientes, un tendal de doce mil muertos. El primer ministro Winston Churchill – el hombre que había llevado a Gran Bretaña desde la resistencia hasta la victoria en la Segunda Guerra Mundial – no dijo una sola palabra sobre el asunto y el único comentario que los medios británicos registraron de su majestad, la recién coronada reina Isabel II, fue que le molestaba el olor. Se sintió “muy apenada y molesta con el sabor y el humo”, dijo.
La catástrofe, que nadie imaginaba en su magnitud, comenzó el 5 de diciembre, cuando los londinenses –siete años después de la guerra que había convertido casi en ruinas la ciudad– se preparaban para celebrar las fiestas de fin de un año que prometía futuro. Pasó a la historia como la “Gran Niebla de Londres” y esa calificación se debió a que no fue la primera, pero sí la más grande y letal.
Londres y la niebla
Sobran registros para otorgarle a Londres el galardón de ser la capital de la niebla. En 1661, John Evelyn, escritor famoso en su época, escribió que el carbón –que se usaba casi para todo por entonces– había convertido a la ciudad en un “infierno sobre la tierra” por sus “nubes de humo y azufre” y proponía, antes de la revolución industrial, sacar las fábricas de la ciudad. Evelyn fue todo un adelantado para su tiempo, al que nadie le prestó atención.
Existen crónicas de principios del Siglo XIX donde se describen nieblas que impedían leer los diarios a la luz del día. No era solo un problema de visibilidad. En uno de los cementerios de la capital británica todavía hoy se puede leer en una lápida el nombre de un hombre “que murió de asfixia en la gran niebla de 1814”. Por entonces, la ciudad tenía dos millones de habitantes y un desarrollo industrial que generaba gases nocivos que contaminaban el aire. Nadie llamaba smog al fenómeno en esos tiempos.
as nieblas amarillentas y espesas producidas por la combinación de fenómenos climáticos y contaminación industrial se convirtieron en un fenómeno casi cotidiano en Londres. Para 1880, las jornadas neblinosas se contaban en más de sesenta al año. El uso del carbón para calentar las casas potenció el fenómeno. Cuando a eso se sumaron las fábricas, las hilaturas de algodón, los barcos de vapor y las locomotoras, el consumo de carbón se disparó: pasó de unos 15 millones de toneladas anuales en 1814 a 183 millones un siglo después, al comenzar la Primera Guerra Mundial. El carbón parecía el combustible perfecto, salvo por su humo contaminante y letal. En una crónica de 1830 se puede leer que los habitantes de Londres vivían sometidos a “un turbio vapor y un denso manto de humo”. Para finales del siglo XIX, el carbón contaminaba todo y la suciedad y el polvo llegaban a toda la periferia de la capital.
Los artistas, fundamentalmente los pintores, también dieron cuenta del fenómeno, aún sin ser conscientes, solo mostrando lo que veían. El historiador del arte Hans Neuberger analizó 6.500 cuadros pintados entre 1400 y 1967, en 42 museos. Su estudio reveló que los pintores del siglo XVIII y principios del XIX solían incluir nubes, que ocupaban entre un 50 y un 75 por ciento del lienzo. Dos famosos artistas ingleses, John Constable y J. M. W. Turner, cubrían de nubes hasta el 75 por ciento de la imagen. En esa época, los londinenses se asfixiaban con las nubes que sobrevolaban las calles y las viviendas abarrotadas. Algunos artistas pintaban barcos de vapor que remontaban el Támesis bajo una luz amarillenta o grisácea, y la contaminación era un elemento tan esencial en los cuadros como los árboles y los edificios. Claude Monet, que pintó decenas de obras en las que muestra un Londres envuelto en hollín, era consciente de la contaminación, aunque le gustaba. Decía que Londres no sería tan hermosa sin su niebla.
Hubo escritores que también ambientaron sus textos en la ciudad cubierta de niebla. Charles Dickens escribió que el hollín era “la hiedra de Londres” y Arthur Conan Doyle encerró a Sherlock Holmes en su madriguera por la densa niebla que cubría la ciudad con “unos remolinos pardos y grasientos que se condensaban como gotas de aceite en las ventanas”. El detective prefería el humo de su pipa al smog londinense.
Más allá de las pinturas y las descripciones, la quema indiscriminada de carbón no solo ahogaba a los habitantes de la ciudad, sino que liberaba enormes concentraciones de dióxido de carbono en la atmósfera. Muchos londinenses padecían problemas respiratorios, sobre todo los pobres que vivían hacinados en viviendas colectivas y se calentaban con braseros.
Diciembre de 1952
Si bien la niebla y el smog eran parte de la vida cotidiana de los londinenses, nadie imaginaba lo que ocurrió a principios de diciembre de 1952, lo que hoy sigue siendo la peor catástrofe ambiental del Reino Unido. Desde hacía días, Londres venía sufriendo una ola de frío que llevó a un aumento notable del consumo de carbón para calefaccionar las casas y los lugares de trabajo. Se trataba de un carbón de mala calidad, porque en la economía de posguerra, el mejor carbón que se extraía de las minas estaba destinado a la exportación.
El 5 de diciembre los vientos amainaron, pero el frío no. Se formó así un anticiclón sobre Londres, atrapando el humo que salía de las chimeneas de la ciudad e impidiendo que se disipara en la atmósfera. Esta olla a presión se desbordó para crear el smog más contaminado en la historia de Londres. La humedad propia del Támesis aportó una densa capa de niebla que se mezcló con el humo. Las crónicas de esos días describen un muro grisáceo y denso que se comía el sonido e impedía ver a más de dos metros. En algunas zonas, las personas no podían verse ni los pies. Los accidentes de tránsito se multiplicaron y el servicio de transporte público se suspendió, a excepción del subte. Hubo también un fuerte aumento en la tasa de robos y otros hechos de violencia amparados por la oscuridad y la escasa capacidad de reacción de la policía.
Del 5 al 8 de diciembre, el fenómeno se fue intensificando hasta el punto de que costaba que la niebla no entrara en las viviendas. Los londinenses cubrían los resquicios de las puertas y las ventanas con trapos y cartones en un precario intento de preservarse del smog. Se calcula que durante esos días las chimeneas y otros emisores bombearon a la atmósfera de la ciudad unas mil toneladas de partículas de humo, dos mil de dióxido de carbono, 14 de compuestos del flúor y 370 de dióxido de azufre.
Según The Evening Standard, aproximadamente 200.000 personas sufrieron enfermedades respiratorias y de otros tipos relacionadas con la contaminación. Como los conductores de ambulancia no podían ver hacia dónde se dirigían, se requirió el servicio de ayudantes que caminaban ligeramente por delante de sus vehículos para guiarlos, pero finalmente el servicio se suspendió. Miles de personas no solo enfermaron por la niebla y necesitaron hospitalización, sino que tuvieron que llegar al hospital a pie. Los bomberos tuvieron el mismo problema para desplazarse en sus vehículos, lo que dificultó la lucha contra los incendios. Los animales también sufrieron las consecuencias: más de cien bovinos de una feria agrícola en el barrio de Earl’s Court debieron ser atendidos por veterinarios y doce de ellos tuvieron que ser sacrificados.
Cuando la niebla tóxica finalmente se disipó, el 9 de diciembre, se calculó que durante esos días habían muerto alrededor de cuatro mil personas, sumando los afectados por la contaminación y las víctimas de accidentes. A ellas se agregaron otras ocho mil que fallecieron durante las semanas siguientes al no poder recuperarse de la intoxicación.
La ley de Aire Limpio
El desastre provocado por la “niebla asesina” –como se la llamó– desató una ola de críticas contra el gobierno encabezado por Winston Churchill, debido a su política de radicación de fábricas en el ejido urbano y el impulso que dio al consumo de carbón de mala calidad para calefaccionar las casas.
Para prevenir que el fenómeno se repitiera, en 1956 el Parlamento aprobó una Ley de Aire Limpio, que restringió el uso de carbón y fomentó el consumo de gas para calefaccionar las casas y cocinar. También promovió la quema de coque, que producía muy poco humo en comparación con el carbón. Los efectos fueron inmediatos, pero no bastaron para impedir otro gran episodio de smog en diciembre de 1962, con un saldo de 750 muertes. Esa vez el nivel de dióxido de carbono fue siete veces superior al normal y el de humo, 2,5 veces mayor. Millones de personas se vieron afectadas.
En la actualidad, en Reino Unido es uno de los países que más controla la contaminación atmosférica en sus ciudades. Se calcula que con el aumento del uso de bicicletas y otros transportes no contaminantes, el aumento de la calidad del aire no sólo mejorará la vida de sus habitantes, sino que redundará en beneficios económicos de entre 20 y 100 millones de libras esterlinas para 2050.
El programa por una Gran Bretaña mejor y más verde apunta a electrificar toda la flota pública de vehículos, luego de un período de transición donde se privilegiará el uso de biocombustibles, como el bioetanol, el biodiesel y el biogás. Gracias a la tragedia causada por la “Gran Niebla” de 1952, Londres es hoy una de las grandes ciudades con mejores índices en la calidad de su aire.

